
Una mujer usa una máscara mientras camina por una calle en frente de un templo chino en un día nublado en Wuhan, provincia de Hubei. Las emisiones de carbono de China podrían ser casi el 20 por ciento más alto que se pensaba, un nuevo análisis de los datos oficiales chinos mostraron el domingo. REUTERS / Stringer
El vínculo que se crea entre los secuestradores y sus víctimas es tal, que éste último, el privado de su libertad, se agarra a sus matones como el sediento a un botijo. Los políticos trataron de ocultar, en algunos casos, esta relación de amor, que los médicos explicaron con meridiana tranquilidad: “Cuando tu único sustento es una rata llegas a enamorarte de ella”. Este entrecomillado no lo dijo ningún doctor, lo digo yo en nombre de ellos, cambiando sus frases pobres –para no levantar ampollas- que yo las sustituyo a mi interés.
En el año 2008, cuando Pekín se disponía a organizar sus Juegos Olímpicos, las autoridades chinas mostraron al mundo progre todos los avances que estaban realizando en su supuesta lucha contra la contaminación: se jubilaron autobuses antiguos por nuevos menos contaminantes, se clausuraron calderas de carbón que hoy día siguen sirviendo como calefacción para buena parte del país, y se prohibió cada día de la semana –son siete, recuerdo- circular por Pekín a un 20% de sus automóviles. Indiferentemente de estos parches, China seguía ultra contaminada mientras los corredores de fondo y ciclistas ponían el grito en el cielo. Aunque sólo lo hicieron por ellos. Las Olimpiadas se clausuraron, y la normalidad mierdosa-cancerígena volvió a dominar el triste almanaque mandarín. Porque cuando no hay creatividad –busquen en las escuelas- se repiten los mismos errores.
Acabo de encontrar en la red una foto de la mañana de hoy de la ciudad de Wuhan. Sorprende que ante tamaño atentado –en serio: ¿cuánta gente ha matado y acabará asesinando Fukushima y a cuántos millones se lleva cada año por delante el crecimiento sin control de China?- el pueblo siga dándole a la pantalla táctil del iPhone con la misma ignorancia que salen de unas escuelas donde se forma a los soldados (población) en el perpetuo odio a Japón, ese enemigo bélico-fílmico, donde curiosamente, los cielos son azules.
Según dijo el Banco Mundial en el 2008, dieciséis de las veinte ciudades más contaminadas del mundo están en China. Sorprendente. Sobre todo si tenemos en cuenta que hace doscientos años, cuando los británicos comenzaron la Revolución Industrial que hoy copia China con extremo retraso y sin ninguna novedad que aportar, no había medios ni conocimientos para saber qué estaba mal y qué bien. Por lo tanto: ¿no es ya hora de que Occidente clave una estaca sancionadora en el corazón de este gobierno vándalo con el medio ambiente? ¿Esperaremos a que alguna de sus decenas de centrales nucleares enclavadas en peligrosos lugares salga volando por los aires para pedir cuentas al PCCh?
Aunque no hay datos oficiales –aquí sólo se muestran las clasificaciones que interesan- China es el país, de calle, que más casos de muertes por cáncer genera. Que además de los que pillan la enfermedad, hay que sumar a los que ante la ausencia de la Seguridad Social, fallecen sin saber siquiera que es la quimioterapia. Porque en la supuesta segunda economía del mundo, son cientos de millones de personas los que no pueden pagarse un tratamiento. A veces ni extirparse un simple quiste. Ni dejar de ir en bicicletas oxidadas.
Bronquitis, asma, enfisema pulmonar, resfriados, cáncer, trombosis, arterioesclerosis… de todo un poco. Recuerdo a ese chino que en Pekín me comentaba hace año y medio la tremenda desilusión que había sufrido al volver a su pueblo, con la cartera medio llena, y que al preguntar por su grupo de amigos descubrió que dos -¡ojo dos! habían fallecido por cáncer. Tenían menos de cuarenta años. “Te prometo que hace una década, cuando dejé mi pueblo para buscarme un futuro mejor en la capital, no sabía ni qué significaba esa palabra”. Cáncer.
Es usual, tras tantos días de contaminaciones violentas y continuas, ver las salas de espera de los hospitales chinos repletas de padres con sus bebés o de ancianos ayudados por sus hijos. El drama ya es imparable aunque el gobierno chino se empeñe en desacreditar a la Embajada de los Estados Unidos, que en un favor que algún día debería ser reconocido, advierte, cada día y en diversas tandas, del crimen que pulula por los aires de Pekín, emitiendo los datos exactos del drama que les acecha. Linfen, Xi’an, Taiyuan, Guangzhou, Chengdu, Chongqing, Wenzhou, Wuhan, Tianjin, Shanghái, Jinan, Nanjing, Pekín, la provincia entera de Hebei… demasiadas ciudades con decenas de millones de habitantes donde una matanza general se está sirviendo ante la atenta mirada de una civilización que no es capaz de reaccionar: ni los de dentro, ni los de fuera.
El otro día una muchacha expatriada, que reside en Shanghái, al cruzarse conmigo me preguntó el por qué de mi odio a China. Suele pasar: el Síndrome de Estocolmo también los sufren los que tapiados en comunas occidentalizadas, se creen los elegidos. Como si del cáncer que se propaga por cada esquina estuvieran exentos los nacidos en tierras lejanas. Como si el cadmio y plomo que salen por las cañerías no fueran a parar a sus cuerpos de gimnasio chusco.